Libardo Sánchez Gómez
Tal cual están pactados los
términos de discusión entre FARC y
gobierno en La Habana la firma de cualquier acuerdo, que implique la dejación
de armas por parte de los insurgentes, desafortunadamente no se traducirá en la
terminación de la guerra social y política que vive Colombia; pero, por ahora, la paz santista será la única posible que se puede
esperar. La clase hegemónica continuará expoliando al
pueblo excluido colombiano y continuará profundizando el modelo neoliberal. Es
más, silenciados los fusiles se hará más difícil lograr mejoras sociales y económicas que mitiguen la
inequidad, exclusión y pobreza del grueso de la población colombiana.
Se
podría pensar que, al menos, al
poner punto final a la confrontación armada cesará la estigmatización de la oposición de
izquierda señalándola como el enemigo interno, el arresto y asesinato de defensores de derechos humanos, de periodistas
de medios alternativos, de líderes agrarios, estudiantes, sindicalistas y
personas reclamantes de tierras. Pues no
es así, lo palpable es que en la medida en
que los diálogos en La Habana avanzan hacia la meta final en el interior del
país las mediadas antipopulares cabalgan raudas sobre el lomo de la represión
violenta, como medio para contener el descontento general.
Por otro lado no se puede
soslayar que la oligarquía es campeona en desconocer los pactos firmados con los
diversos sectores en conflicto, por ejemplo, lo pactado con el sector agrario
ha sido letra muerta; la Mesa Nacional y
Agropecuaria de Interlocución y Acuerdo (MIA) dice que el Gobierno no ha
cumplido ni siquiera el 1% de lo prometido durante las negociaciones que dieron
por terminado el famoso “…el tal paro Nacional Agrario no existe”, y que, por
el contrario, continúa “la violencia política y social que el gobierno ejerce
en contra del movimiento social y popular colombiano”. Con el sector indígena
ocurre otro tanto, la violencia a través del ESMAD Y el despojo de tierras es
la respuesta a lo prometido.
Se dirá que es atizar el fuego,
pero la verdad por cruda que sea se tiene siempre que decir; a los insurgentes
no se les espera con ramas de
olivo, es sabido que desde ya se les
está armando el consabido ramito funerario conque la oligarquía sabe recibir a quien
regresa de la guerra; es voz pópuli que algunos sectores militares están alistando a lo largo y ancho del país
grupos paramilitares para darles a los guerreros arrepentidos una “bienvenida…”
de fuego, y no precisamente de fuegos artificiales. La
oligarquía no perdona a quien ose amenazar sus privilegios.
Como un buen indicativo, el paramilitarismo
es el termómetro de lo que en el horizonte cercano, en materia de bienestar y
sosiego, le espera a la sociedad en su conjunto. Y, connatural
al fenómeno del paramilitarismo, se impone la figura de Álvaro Uribe Vélez; éste personaje no sólo
es adalid de la negación dialéctica de las transformaciones sociales, sino que sigue
tras bambalinas orientando el quehacer de los grupos delincuenciales de extrema
derecha a nivel continental. El imperio USA,
usa tanto a los paramilitares como al otrora extraditable No 82 como
punta de lanza para desestabilizar a los gobiernos progresistas
latinoamericanos, principalmente al gobierno Bolivariano de Venezuela, por ser
el más díscolo y el más rico en petróleo y otros recursos minerales. El grueso de las huestes paramilitares no
sólo campea a lo largo de la frontera
colombo-venezolana sino que ha logrado penetrar hondamente en territorio
venezolano. Allí, con la anuencia de la
derecha opositora venezolana, han organizado el contrabando hacia Colombia de
gasolina y de bienes subsidiados destinados al pueblo raso venezolano. Y, con
las directrices del Pentágono, a través de distintas ONG, orquesta el caos
social y organiza crímenes contra
funcionarios del Gobierno y contra las cabezas visibles de El Partido
Socialista Unido de Venezuela (PSUV) El
presidente Nicolás Maduro manifiesta tener pruebas de que desde Bogotá las
derechas colombiana y venezolana vienen tramando su asesinato.
Desde décadas atrás, colombianos campesinos desplazados y gentes
provenientes de sectores populares citadinos, huyéndole al hambre y a la
violencia, han buscado refugio en suelo
Venezolano. De esta población migrante más de cinco millones han
obtenido residencia legal en Venezuela, muchos han adquirido cédula venezolana,
y allí trabajan y estudian, disfrutando de los mismos privilegios que el Gobierno destina a su gente; todo
hombre o mujer goza de un bono que le da
derecho a una canasta básica mensual, que les permite subsistir dignamente.
Nadie paga por la atención médica y cuando una persona cumple los sesenta años
tiene asegurada una pensión mínima. La educación es gratuita en todos los
niveles. No obstante, un grupo
minoritario de colombianos, por diversas razones, entre ellas tener cuentas pendientes con las autoridades,
no han obtenido visa de residentes y
viven como ilegales. Y muchos de estos compatriotas se han convertido en
fermento de la descomposición social que amenaza a la sociedad venezolana. No es un secreto que la inseguridad en campos
y ciudades desborda la capacidad de contención de la guardia venezolana la
cual, no pocas veces, se hace de la vista gorda o cohonesta el delito. Según los informes de las autoridades, para
vergüenza nuestra, en la mayoría de los casos está presente alguno de estos colombianos. Además, algunos de los
compatriotas indocumentados hacen parte de los grupos paramilitares, otros
sobreviven como bachaqueros, mejor revendedores de los productos de la canasta
básica asignada al pueblo, creando escases ficticia de productos de primera
necesidad.
¿Y qué se espera que haga el
presidente Maduro? Según el coro vocinglero del Gobierno colombiano y los
representantes de todos los partidos
políticos tanto de derecha como de izquierda, debe cruzarse de brazos mientras
la sociedad venezolana se descuaderna. ¿Quieren que siga tolerando impávido el
contrabando? ¿Que baje la cabeza ante los grupos paramilitares? Lo cierto es
que el cierre de la frontera fue un
recto a la mandíbula del paramilitarismo y
mafias del contrabando colombo-venezolanas,
eso duele mucho. ¿A Uribe le duele que hayan derribado la casa que los
paramilitares tenían como madriguera para explotar sexualmente a mujeres
colombianas y venezolanas y para planear los atentados? Ante los hechos, surge
una pregunta capciosa, ¿por qué las autoridades colombianas no han revisado los
antecedentes judiciales de los repatriados? ¿A caso hay miedo que el Gobierno
venezolano tenga la razón, y que entre estos
se encuentren personas con cuentas pendientes con la justicia? Y si es así, ya no sólo será la crisis humanitaria de este
lado de la frontera, que el gobierno colombiano no está en capacidad de
manejar, sino que se va a incrementar la crisis carcelaria de por si
inmanejable.
¿Cómo está la situación allende
la frontera venezolana días después de la salida de los indocumentados
colombianos y del cierre de la frontera? En palabras de Tarek William Saab,
defensor del Pueblo Venezolano, “El
cambio ha sido de 180 grados a favor de Venezuela. Por lo tanto creo que soberanamente
el Estado venezolano ha tomado una medida justa. Colombia tendrá que corregir
toda esta permisividad donde no hay control de la gente que entra y sale de la
frontera colombiana hacia la venezolana, la gran mayoría de las veces no como
víctimas de la violencia política. Me refiero a ese otro tipo de personas que
no tienen estatus de refugiados, sino que de manera ilegal entran impunemente a
nuestro territorio a cometer delitos, y el Estado venezolano soberanamente
tiene el derecho de defenderse”. Y, como por arte de magia, se acabó el
desabastecimiento y disminuyó la crónica inseguridad en el territorio
bolivariano. ¿No será, entonces, que la razón está de parte de Venezuela,
y las medidas del gobierno venezolano
fueron y son totalmente acertadas?
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