El levantamiento civil de la población del Catatumbo que duró cincuenta y tres días en medio de feroz represión policial y militar como única alternativa dada por el gobierno de Juan Manuel Santos, es muestra, como la que más, de la crisis del modelo de dominación vigente en el país.
Crisis y modelo que se resume en cuatro conceptos: imposición del neoliberalismo, violencia oficial -es decir militar y paramilitar-, despojo de tierras y enclaves extranjeros.
Ante ello se ha levantado una población que tuvo que ver -y sufrir- cómo la instauración de ese modelo comenzó con la avanzada paramilitar de seiscientos hombres que llegó a la región en 1999 y campeó hasta el 2005 realizando el más pavoroso baño de sangre que hubiera imaginado nunca esa gente. Con sus secuelas obvias de despojo y desplazamiento, y lo más repudiable, con la abierta y concertada participación de las autoridades policiales y militares de abrumadora presencia en la zona según lo han relatado hasta la saciedad y con lujo de detalles los grandes capos paramilitares responsables de la toma a sangre y fuego de la región, Salvatore Mancuso y Jorge Iván Laverde “El Iguano”. Inclusive dicen que los mandos militares y policiales del Norte de Santander estaban a sueldo de ellos. Y por si hubiere duda de ello, el mayor del ejército Mauricio Llorente Chávez comandante del batallón en Tibú y condenado por la Corte Suprema de Justicia a cuarenta años de cárcel por su participación activa en las masacres paramilitares, lo confiesa todo. No en balde hoy –diez años después-, está llamado a juicio por múltiples crímenes uno de los jefes militares de Norte de Santander en la época, comandante del Grupo Mecanizado Maza de Cúcuta, coronel Víctor Hugo Matamoros. Tan valorado en el ejército, que una vez retirado de las filas por su escandalosa connivencia con el narcoparamilitarismo y aún estando sub judice por esos hechos, es a más de pensionado, contratista del ejercito. Es su asesor en seguridad.
Entonces, a pesar de las masacres de La Gabarra, Tibú, Los Cuervos y Filogringo, de los 20.000 desplazados y los 800 asesinados en el primer año de la incursión paramilitar, ni los mandos militares y policiales, el presidente de la república, el ministro de Defensa, ni la gran prensa, la gran radio y la gran televisión, reaccionaron indignados, como hoy ante la justa insurgencia civil de una población inerme y desesperada. No exigieron entonces como hoy reclaman con furia, “mano dura” –léase bala, física bala-, para “los violentos” que acuden a las vías de hecho bloqueando las carreteras. Aquellos tenían fuero. E inmunidad.
¿Qué evidenciaba lo anterior? Muy obvio: la toma paramilitar del Catatumbo –y hay que volver allí porque es la génesis y explicación de lo que sucede hoy-, responde a un modelo de dominación impuesto por la fracción hegemónica en el poder, funcional a un modelo de acumulación íntimamente imbricado, más aún, nacido de la nueva etapa de desarrollo del capitalismo central. Es el neoliberalismo, caracterizado por la globalización, unipolaridad, uso de la violencia, negación de las soberanías nacionales –sobre todo de los países periféricos-, expoliador de los recursos naturales y materias primas de estos países y depredador del medio amiente del mundo todo.
El paramilitarismo en Colombia fue expresión de eso, la máquina de muerte que posibilitó implementar el modelo neoliberal al servicio de los capitales financieros e industriales transnacionales, residualmente de los nacionales. No en vano como lo han acreditado numerosos estudios, el fenómeno paramilitar fue más arrasador en las regiones ricas en recursos naturales, mineros y energéticos, donde para mayor de males –en términos de los agentes del modelo-, existían organizaciones sociales que los arraigaban al territorio, y políticas opositoras. Fue la situación del Catatumbo. Este territorio estaba ya dispuesto para proyectos mineros –carbón-, energéticos –petróleo- y agroalimentarios –palma aceitera- y cuando los paramilitares hubieron hecho su trabajo, esos emprendimientos se iniciaron unos o incentivaron los ya existentes. Y entre tanto, paradójicamente, el país del mundo más sumiso a las órdenes del departamento de Estado de sacrificarlo todo a la lucha “contra el flagelo del narcotráfico”, como recompensa, el estado les pagó a la manera de las concesiones que se dan para explotar una carretera o un túnel que se construye, licencia para durante ese lapso –más o menos siete años-, convertir el Catatumbo en el más formidable plantío de coca y productor de cocaína del mundo, con destino a los Estados Unidos. ¿Quién entiende?
Es ese el modelo de dominación en beneficio de la acumulación capitalista impuesto desde la metrópoli y gustosamente implementado por la élite criolla en el poder, lo que acaba de hacer crisis en el Catatumbo. Por ello decía a propósito de este paro y levantamiento campesino el profesor de Harvard especialista en Colombia James Robinson:
“Lo que necesita el país es estabilidad, un contrato social que funcione. Tener mineras como Anglo Gold Ashanti maximizando la riqueza a través de la explotación del oro extraído en el Chocó no va a ayudar a lograr eso”.
Y como el académico sabe de qué es de lo que se trata, lo que hay en el fondo de las protestas, remata:
“Exponer un argumento económico para trazar una política que respalda que es mucho mejor darle un baldío a Riopaila y al señor Sarmiento en vez de dárselo a los campesinos, es una locura para el país.” .
Lo que hay hoy en el Catatumbo es una subversión pacífica, y ello no debe sorprender ni aterrorizar a nadie. Porque como lo dice el analista Carlos Meneses Reyes, “la subversión como fuerza social movilizadora hacia una nueva institucionalidad (….) el acto subversivo creador de dinámica social puede ser violento, pacífico, dialógico. Depende del análisis concreto de la situación concreta”. Y a despecho de la satanización que la dictadura mediática hace de las más legítimas luchas populares, la del Catatumbo ha sido pacífica. Por eso indigna que mientras cuatro campesinos caían muertos en los primeros días del paro y docenas más heridos y mutilados a tiro de fusil, los medios RCN, CARACOL, y CM& a la cabeza, daban amplísima cobertura al general de la policía Rodolfo Palomino quien desvergonzadamente se dolía del criminal ataque campesino contra sus inermes policías -¡el tenebroso ESMAD!-, muchos de los cuales estarían heridos. Heridas de las que nunca nadie volvió a saber.
Y ese levantamiento es simplemente respuesta y consecuencia del inicuo estado de cosas que dejó la incursión paramilitar bien agenciada por el Estado con su secuela de miseria, dolor, resentimiento y desprotección total frente a las necesidades básicas insatisfechas, cuya garantía corre por cuenta del Estado. La única posibilidad que le quedó a esa vasta población, es el mezquino e insuficiente empleo que genera la agroindustria y las empresas mineras y energéticas, con costos ambientales además que no compensan el empleo generado. Pero que para nada redimen a esa población rural, como que les niega la posibilidad de un proyecto de vida propio y productivo. ¿Y por qué reclamar ésto habría de ser criminal y tratado como tal en un “Estado social de derecho”? Es que tal Estado es una ficción en el capitalismo neoliberal cuya única finalidad y razón de ser es la tasa de ganancia y de acumulación, a la cual se sacrifica todo lo demás. O si no que lo digan los pueblos de Chile y Argentina, el precio al que se impuso el modelo. Lo que se le oponga a él es materia de tratamiento militar, como lo dejaron claro sin reato alguno el presidente Juan Manuel Santos y sus ministros de Defensa Juan Carlos Pinzón simple estafeta de los generales, y del Interior Fernando Carrillo, patética muestra del oportunismo desideologizado que llevó a algunos a ser protagonistas de “la gran revolución colombiana del siglo XX, la Constitución de 1991”.
Que una de las principales reivindicaciones de la población del Catatumbo sea la de la constitución de una Zona de Reserva Campesina en la región, figura creada por el Congreso de Colombia mediante ley amparada en norma constitucional, y que esa zona sea el punto medular de la criminalización del movimiento a partir del veto expreso que sobre ella hizo el mando militar, ya lo dice todo. Primero, a despecho del torpe y mediocre argumento de un Estado rehén del militarismo de que esa demanda es de las FARC. porque les comporta ventaja militar, basta leer el texto de la ley 160 de 1994 que las creó y de su exposición de motivos, para tener claro de una parte lo falsa de la razón, y de otra, que lo que se defiende es el poder de las multinacionales, el latifundio, los monocultivos y la minería extractiva depredadora. Es decir, lo que se defiende es el propósito de la sangrienta toma paramilitar de 1999. Porque lo que la ley reconoce es el acceso de los campesinos a la propiedad de tierra, pero también al territorio que es otro concepto, el derecho a sus propios proyectos de vida tanto comunitaria como productivos, a la no concentración de la tierra, a la conservación del medio ambiente, a la consulta previa sobre emprendimientos que los afecten, y a obtener el apoyo oficial para todo ello, amén de lo que de suyo es obligación a cargo del Estado como vías, salud y servicios públicos. ¿Las FARC? En parte alguna aparecen en la ley 160 ni se ve cómo dichos beneficios le comporten ventaja en la confrontación.
Afrentoso resulta así para el Estado, tener que conceder, que en el Catatumbo –como en tantas regiones del país donde se exacerba el conflicto social-, es la organización insurgente y no el Estado, quien está a favor de la población y de sus demandas…
Y a propósito del veto militar a la creación de las Zona de Reserva Campesina no sólo en el Catatumbo sino en todo el país: ¿no que los militares no son deliberantes por mandato expreso del art. 219 de la Constitución? Porque esa manifestación además de ser clara deliberación, es abusiva intromisión en asuntos civiles exclusivos del poder civil.
Y sobre el punto absolutamente pertinente de tratar de la identidad entre las agendas de los negociadores de paz de la insurgencia en La Habana con las de las gentes en las carreteras y los campos, bien lo dijo el analista Manuel Humberto Restrepo D. en su artículo “Movilizaciones e Insurrecciones”:
“Las demandas en la mesa se confunden con las que se presentan en las calles de la geografía nacional (..,) porque sencillamente son expresiones de la inconformidad de las mayorías en el mismo contexto social, económico, cultural y político (…) su común denominador es la realidad de un mismo país que reclama ser transformado con urgencia”.
(*) Luz Marina López Espinosa es integrante de la Alianza de Medios por la Paz.
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