La lucha se nos revela como una acción social diaria, incesante, irresistible, independiente de nuestra voluntad, presente aun en las situaciones más tranquilas, ostentosa e intimidante en los momentos más álgidos.
No es un invento de marxistas ni extremistas, menos de fanáticos de la violencia y el desorden. Está ahí, ante los ojos de todos, todo el tiempo. Haya comunistas o no. Consiste en la oposición permanente entre posiciones contrarias que pujan por imponerse.
La propia Biblia nos trae infinidad de ejemplos de luchas antiquísimas. Sagrada, legendaria, histórica o simbólica, cualquiera sea el enfoque con que la asuma el lector, encontrará en sus libros y capítulos diversas huellas de contradicciones y enfrentamientos sin tregua.
Hasta la versión católica de la historia de la religión del amor y el perdón se encuentra teñida de intrigas y violencias. Para resucitar, Cristo fue torturado y ejecutado. Y para expandir su verdad se requirió de cruzadas, guerras de conquista y crímenes inenarrables.
Resulta por tanto inútil negar la lucha, sostener que no se da en los hechos. Riñe con la realidad el pensar que puede hacerse abstracción de los intereses y obrar como si no existieran, descalificar al contradictor arguyendo que lo mueven alucinaciones o sinrazones.
Desconocer la existencia de los conflictos o que a estos los inspiran motivaciones de fondo, pensar que generación tras generación, hombres y mujeres se alzan y entregan su vida por obra de simples caprichos, niega un mínimo elemental de entendimiento humano.
La sociedad colombiana se encuentra sumida en profundas contradicciones y un sinnúmero de ellas proceden de viejas causas no atendidas por quienes debieron hacerlo. Por eso nuestro país ha sido escenario de violentos choques y horripilantes tragedias.
De lo que se trata en el momento es de asumir entre todos la responsabilidad de componer el caos presente. Aquí y ahora. Nuestra propuesta ha sido desentrañar sus causas y comenzar a repararlas, no para finiquitar la lucha, sino para que prosiga por cauces civilizados.
Sin el empleo de la violencia, por ninguna de las partes enfrentadas hoy. Nuestra actitud de deponer las armas implica necesariamente una actitud similar por parte de nuestros adversarios. Encontrar la fórmula para exponer las distintas posiciones políticas sin el recurso de la fuerza.
La dificultad para conseguirlo no estriba en nosotros. Sino en quienes insisten en imponer de modo exclusivo su lógica de dominación. En quienes se niegan a considerar siquiera la posibilidad de atribuir una porción de razón a quienes se les oponen.
El señor De La Calle vocifera iracundo en La Habana que la Mesa no debe servir para hacer política, pero al mismo tiempo la hace al acusar a las FARC de ser las únicas responsables del conflicto y al conminarlas a responder punitivamente por todos los horrores de la guerra.
O sea que el gobierno nacional está allí para imponernos la rendición y el castigo. No para dialogar ni buscar salidas concertadas, que sería la primera demostración de su voluntad de cambiar la forma secular como la oligarquía de nuestro país  ha hecho política.
Eso parece la degeneración de la vieja fórmula de Clausewitz. Para el jefe de la delegación gubernamental no es la guerra la continuación de la política por otros medios, sino la política la continuación de la guerra por otros medios.
Un sencillo y expresivo reconocimiento de lo que se esconde en la cabeza del régimen. Tenemos que entender que la delegación de las FARC acudió de modo exclusivo a la Mesa, a escuchar múltiples imputaciones, aceptarlas sin discusión y suscribir nuestra eterna condena.
Debemos admitir con mansedumbre que las cosas en nuestro país marchan hacia la prosperidad gracias a las depredadoras locomotoras minera y agroindustrial, los tratados de libre comercio, la militarización general y la paramilitarización particular de regiones estratégicas.
Por encima de las luchas que libran millones de colombianos en campos y ciudades contra el modelo económico político impuesto por el gran capital transnacional. Sobre los cadáveres y miserias de los millones de víctimas que requirió el régimen en su afán de imponerlo.
Para el Presidente y su corte, para el desesperado uribismo a última hora crítico vergonzante del neoliberalismo, para los grandes empresarios y pulpos multinacionales, ninguna de esas luchas ha existido ni existe. Salvo, según todos ellos, en la terca y fanatizada cabeza de las FARC.
Para las que no existe por tanto otro destino que la muerte, o la cárcel, la extradición, la súplica adolorida por el perdón y la reinserción agradecida y sin banderas en la podrida democracia vigente. Y en el más breve de los plazos, antes de la postulación de Santos al trono.
Abstraerse de tal modo de la realidad para negar la lucha y sus razones, viene de la mano con el empleo de la violencia y el terror contra sus contradictores. Lo cual azuza aún más la respuesta popular. En calles y carreteras, y también en las montañas. Ese es el círculo que deseamos romper.