CONTINUACIÓN....
Antes
que Castañeda pudiera sacar con la otra mano una pistola que llevaba en la
espalda, por instinto de conservación y
sin pensarlo ni dudarlo, descargué sobre
la humanidad del provocador dos balas de su propia arma. Traté que las balas
hicieran diana en la parte alta del pectoral
derecho, para no poner en peligro su vida. Los proyectiles al abrirse
paso por entre los músculos chasquearon, esparciendo olor a carne asada. El viejo, ya en el suelo, alcanzó a sacar la
pistola, obligándome a dispararle una vez más antes que apretase el gatillo.
Esta vez la bala dio en el cuello haciéndole inclinar la cabeza como toro ante
el estoque.
Al ver que doblaba el
cuerpo como un árbol de caucho herido manando rojo látex a borbotones, bajé
lentamente el gatillo y grité a mi hermano: _ ¡Maciel no más!
La sangre corrió sin rumbo, como cuando un río
pierde su cauce. En medio de la
turbación, pensé que la bala le había
atravesado la yugular.
Todo ocurrió muy
rápido. En un abrir y cerrar de ojos la filosa lámina
destruyó muchos tejidos del brazo y mano
derecha del desafortunado perdonavidas, apenas se sostenía de un colgandejo de
piel. Era un tatabuco recién podado al que
las ramas a medio cortar se aferran tercamente al tronco. La tragedia rompió la calma de la
campiña y quebró mi alma, pues era el padre de mi amigo. Me animaba el pensar
que había sido algo inevitable, pero que nunca debió suceder.
Maciel, sacudiendo la
cabeza como un perro mojado intentaba liberarse de la rara fascinación que le
producían la sangre y los estruendos cada
vez que el acero y el plomo anclaban en el maltrecho cuerpo del guapetón.
_ ¡Maciel… ya, ya pasó¡_
Volví a gritarle._ Mis gritos lo condujeron de la roja penumbra de la muerte a la brumosa realidad de la vida.
¿Alejandro… qué le
hicimos al viejo, aún vive? Gritó Maciel
hablando con las manos.
- Simplemente
_ le contesté con la voz quebrada _
Castañeda puso precio a nuestras vidas y
quiso comprarlas…, poniendo mi mano
sobre su hombro bañado en sangre intenté tranquilizarlo. Quería aliviarle su conciencia y, de paso,
descargar la mía. Esos momentos acojonan
a cualquiera.
Mientras miraba al
herido me quedé pensando en que debí
haber buscado otra manera para no haberle causado las graves heridas que le
tenían al borde de la muerte. Tal vez, me dije, una bala certera al corazón,
Nooo…, impensable. ¿Debimos no defendernos y dejarlo que nos matara? Obviamente
que eso era estúpido, como animales que somos nos anima el instinto de
conservación el que, sin darnos cuenta,
hace que luchemos por la existencia; es
la ley de la prolongación de la vida sin la cual no la habría en el universo.
El viejo desde el suelo imploraba que lo
rematáramos, era de aquellos que creen que es mejor morir dignamente a vivir la
humillación de quedar colgando.
_ ¡Mátenme
cobardes…¡_ gritaba insolentemente.
_ ¡Tendrá que vivir¡ _
le grité. _ ese sería el peor castigo para quien no sabe perder.
Maciel, sin chistar palabra alguna, devolvió el machete al Chato José, y éste lo colgó en la rama de un rojo cayeno.
Enfundé mi revólver Smith y al Sánchez Amaya lo tiré a los pies del bravucón
quien con la frente entre el charco de sangre se resistía a morder el polvo, de la polvareda que él mismo había
levantado.
Pero no se podía dejar
morir al viejo por lo que era preciso buscar ayuda médica. _ ¡Tenemos que llevarlo al hospital¡
_grité al grupo de mirones. Entonces, a cual más quería ayudar al herido. Dos camajanes lo levantaron y recostaron
sobre una mesa mientras se buscaba la manera de conducirlo al médico.
Volví a la mesa
de juego a recoger el as de espadas,
inseparable cómplice y azuzador de triquiñuelas. Y sin mirar atrás en compañía de mi hermano apresuradamente
nos fuimos alejando del campo de la muerte; los jugadores por atender al herido no se percataron de
nuestra partida, solamente se dio cuenta un niño quien habiendo escuchado los disparos acababa de hacer
presencia en el lugar de la tragedia;
sin percatarse, aún, de lo ocurrido me
estiró su mano para saludarme, puse mi mano sobre su cabeza y sacudiendo su
melena le dije, Cuídese Mono y salúdeme a su hermana. Conocía al muchacho
porque desde hacía algunos días venía visitando a su hermana, y para que nos
dejase a solas le obsequiaba algunas monedas; el chiquillo, que había entendido
el mensaje, siempre demoraba un buen rato comprando dulces en la tienda del
Manco Matías.
Pasamos por el campamento sin decir
adiós; no éramos capaces de enfrentar
inútiles reproches. Abandonamos la tienda llevando en el alma el secreto
temor de que apenas nuestra madre se enterara de lo sucedido la vieja moriría de
pena. Sabíamos que nos obligaría
hacerle frente a la justicia, y ésta era ejercida por los “paralelos”, así que
por nada en el mundo estábamos dispuestos a consentirlo; por ahora la autoridad
era el treinta y ocho. Si los hombres
del Mexicano nos atrapaban nos
descuartizarían con sus motosierras en mil pedazos, no iban a quedarse tranquilos luego de haberles mal herido a su
principal caporal.
Era preciso viajar a la capital,
pues mi hermano aspiraba a graduarse como piloto de combate; yo, solo conocía de cerca los panzones
Antonovs rusos cuando sobrevolaban el campamento transportando tropas. Maciel había sido infiltrado en la Armada por los
Indignados; me contó en secreto que de vez en cuando ocurría un inexplicable
accidente aéreo, y que por esos días
estaba por explotar misteriosamente en el aire otro Mirage.
Como si fuese sulfuro del averno se me
instaló en las mucosas olfatorias el
olor a sangre fresca, a pólvora caliente y a polvareda mesclada con angustia y
escupitajos. Y tras de mí avanzaba el
almizcle de una hembra a medio calentar y la extraña aroma de una promesa
incumplida. A nuestras espaldas lentamente
se iba disolviendo un arco iris hecho
con los colores de la tragedia y delante
la parca con su guadaña pintaba negros
nubarrones.
Metros más adelante,
cuando encarábamos con decisión el
camino del destierro, jadeante y con los zapatos en la mano nos alcanzó la
Negra Melia. Se colgó de mi brazo deteniendo nuestro avance.
Y me susurró suplicante:
_ Llévame, llévame contigo. _imploraba con
el alma partida en mil pEdazos; la miré
compasivamente, en sus negros ojos se
reflejaba mi frustración.
_ Imposible, imposible.
Doy todo en el mundo por llevarte
conmigo, pero no sabemos a dónde vamos _
se lo dije con todo el corazón; era completamente cierto, y además si ni
siquiera podía arrastrar mis botas, que
pesaban como una tonelada de plomo, qué tal
sería el peso al echarme encima
el rapto de aquella negra menor de edad.
Además, con Ella la
situación sería, aún, más incierta, pues dentro de poco tendríamos tras los
talones a los carabineros, aliados de los hombres del Mexicano, y era probable que nos alcanzaran antes de la
mitad del camino.
CONTINUARÁ.....
No hay comentarios:
Publicar un comentario