Corresponde a una parte del primer capítulo.
Oh, excelente es tener la fuerza de un
gigante;
pero tiránico es usarla
como un gigante.
William Shakespeare, measure for measure
LA TRAGEDIA
CAPITULO I
....Tierra
adentro el tradicional monocultivo de café se fue intercalando con coca, amapola y yagé, de tal manera que en
vez del grano, que tradicionalmente salía
desde los beneficiaderos directamente para los EEUU, los sábados a
primera hora desde pistas improvisadas
decolaban avionetas rumbo al país del Norte llevando bloques de nieve psicoactiva
y mermelada enteógena de yagé.
Después del mediodía el personal dedicado a las
labores del procesamiento de la coca, es decir, los “químicos”, “raspachines”, cocineros y “lava perros”, como recompensa a la soledad y a tanto esfuerzo mal pagado, en cualquiera de los toldos levantados cerca
de las chacras, por pocos pesos, al son
de corridos prohibidos y vallenatos
podían disfrutar de la compañía de bellas fulanas. Exuberantes chicas, aprovechando la recolección de hojas
de coca abandonaban las minas de esmeraldas de Muzo para venir a ganarse la
vida en torno al trajín de las yerbas sicotrópicas. Quienes esperaban turno, porque a las putas se llegaba haciendo
rigurosa fila, jugaban cartas y apuraban corrosivo aguardiente elaborado
por los mismos lugareños, así como whisky de las mejores marcas. Había suficiente licor y mujeres para todos los gustos. Aquel sábado era el último día de la
temporada que las chicas alegrarían cuerpos y almas. Terminada la gran temporada de recolección de hojas, la
cual coincidía con la cosecha mayor de café, las féminas irían tras
la verde ilusión de las piedras preciosas.
En
los últimos tiempos las chicas preferían marchar al exterior a complacer a los “mechimonos” los cuales pagaban
en verdes antes que atender a los mugrosos raspachines, quienes además de pagar
con billetes falsos pedían rebaja, como si ellas vendiesen pan al menudeo. Vía USA viajaban
al Asia; muy pocas regresaban o volvían a tener contacto con sus familiares.
En aquel entonces a las chicas se les vendía la idea de que iban
a engrosar el harem de un jeque árabe,
pero la realidad era que terminaban como
esclavas sexuales en el Asia especialmente en Hong Kong. La mayoría sabía lo que les esperaba, pero la
situación de empleo en la región y, en general, en el país tampoco les ofrecía
algo mejor, por lo que putear era la única alternativa a su alcance; las que no partían para el exterior eran
reclutadas por los Indignados o sino por los “paralelos”,
así se les decían en aquel paraje a los
individuos que trabajaban para la mafia y el Estado, asesinando y desplazando campesinos.
Aquel
día el dinero se esfumaba comprando amor
furtivo y alcohol. Se jugaba al dado y a la veintiuna con cartas
españolas. Si la fortuna sonreía habría
pan en la casa, pero si la suerte andaba de espaldas los “barrigoncitos” tendrían que esperar una mejor ocasión.
A
primera hora, contemplando el cielo borrascoso,
mi hermano me confesó:
_
No me gusta el día para salir de paseo quisiera dedicarme a leer un rato, tengo
que terminar La Montaña Mágica de Tomas
Mann, llevo más de un mes tratando de leerla y no he pasado de la página setenta.
En
ese momento entendí su afán por terminar de leer el libro, yo emplee tres meses
en pasar la hoja veinte. Esta novela es un ejemplo de la enorme capacidad de llenar hojas de un
escritor sin decir mucho; casi mil páginas alrededor de un espacio tan
desabrido como es un sanatorio de
tuberculosos indican mucha imaginación
para escribir y mucha paciencia para leerlo.
Después de cavilar algunos segundos le dije:
_
A mí tampoco me gusta este día de perros
por eso es que tenemos que ir al bar —y
le alenté diciéndole— vamos donde el Manco a descapotar el día._ Por lo general en aquel lugar la llorona
niebla de la mañana hacia el atardecer se transforma en una coqueta resolana.
Desde
muy temprano la tienda de Matías se
llenó de risas y bromas calientes; en el
ambiente flotaba el rojizo olor a hembra extraviada y el dulzón tufillo del
aguardiente. Pero también un pesado
efluvio enrarecía el ambiente. Los
gallos insistentemente y, de
manera premonitoria, canturreaban
desdichas; eso creen los lugareños al escucharlos cantar antes del
mediodía de un día arropado en nieblas; creen firmemente que las desgracias
vuelan veladas por la niebla.
El
contraste entre Maciel y el resto de parroquianos era evidente, vestía fresco, incomodando
a muchos con su aire citadino, pero como
era mi hermano me hacía el desentendido. Quienes no lo conocían no lo
soportaban, pero cuando le trataban se daban cuenta que las apariencias
engañan; un amigo le decía que caminaba interpretando al agente 007. Otros decían que era un
filipichín aromatizado, claro que otra cosa opinaban las chicas, las cuales se
lo disputaban a jalones de melena; eso no es raro, pues a las lugareñas
una deliciosa colonia y un uniforme
militar las mata. Desde luego que la mayoría de
los agrestes lugareños usaban
extravagantes pintas, totalmente fuera de lugar, camisas White Horse y colonia
Cristian Dior; y muchos soñaban
manejando una camioneta Explorer y otros volando un helicóptero. En mi caso soñaba pilotando un tanque ruso y saludando
desde el patio del palacio al “paralelo”
presidente. Lo interesante del caso era que en ese paraje cualquier
sueño parecía ser posible, el
Mexicano era un vivísimo ejemplo,
pues de andar sobre una mula pasó a
volar en Jet privado, y si Él lo había logrado por qué no el resto.
Aquel sábado era el día de suerte de Maciel, ganaba
en el juego y en el amor las cosas no podían ser mejores, tenía de un ala a la prima de la Negra Melia,
ésta última era la hija del Manco Matías, a la que todos querían conquistar, y yo
me contaba entre ellos. La Negra Melia tenía unos diez y siete años, aunque parecía mayor, allí generalmente a los
doce años las chicas ya eran mujeres; y
qué mujercita, su cuerpo era una
inevitable tentación. Cuando chocaba con su mirada el tiempo se detenía
una eternidad, sugiriendo arduas querellas. Cada vez que cruzaba por mi lado con las tandas de
alcohol su colita chocaba disimuladamente mi hombro, alborotando
mi vientre. A veces posaba su
pequeño pie suavemente sobre mi bota
hasta que se lo hacía retirar con un
pellizco en su firme culito.
Iniciando el juego de cartas Maciel cogió la talla, y
se le pegó como si fuese un imán,
ninguna parada bajaba de diez y ocho puntos; incluso tumbaba veinte
puntos, el cuatro siempre escoltaba una reina, haciendo veinte y media. A veces
por ser dueño de la mano “tumbaba” veintiuna con otra veintiuna.
_
Doy cartas… — en ese instante Maciel
quedó comiéndose las palabras.
De
repente apareció en el patio un corpulento jinete montado en un brioso bayo.
Era nada más ni nada menos que Silvio Castañeda quien parecía un titán;
este individuo era un caporal del Mexicano y, a su vez,
padre de Chirchir, mi entrañable
amigo, quien en la mesa de mi hermano acababa de hacer relancina y cogía por
primera vez la talla.
_
¡Claro, se la pasa en compañía de estos
hijos de mala madre…¡ — berreó el viejo
dirigiéndose al hijo, y con ambas espuelas encabritó la bestia, correteando
alrededor de las distintas mesas de
juego y lanzando improperios contra
todos los parroquianos.
_
Papá, tan sólo nos divertimos… es sábado…
_ replicó el hijo, sus manos en posición
de monje budista eran la mayor expresión
de sumisión.
_
Lo quiero ver lejos de esos hijos de puta…,
que hasta de los rebeldes Indignados serán.
_
¿Qué le sucede… viejo Castañeda, lo pincharon los alacranes?— le preguntó
airado mi vecino el “lavaperros” Isidro Castiblanco. Castañeda lo miró con ojos
de ofidio al acecho y le tiró a los pies un verde escupitajo.
_ ¡Calma muchachos, está borracho… ¡ — grité, y me dirigí al grupo
de jugadores quienes se movían en sus butacas airada e incontroladamente; luego
me pasé a la mesa de mi hermano.
El viejo, llevó el
caballo al mostrador y agarró por la brava
una botella de whisky Johnnie Walker apenas comenzada; se bebió en fondo blanco más de la mitad y el resto lo derramó
desafiante.
CONTINUARÁ.....
_
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